Cuenta David Harvey en su “Breve
historia del Neoliberalismo” que a finales de los sesenta, cuando la
rentabilidad del sector productivo se redujo hasta niveles incompatibles con la
reproducción de la actividad económica y las alzas salariales provocaron un
deterioro de la riqueza financiera de las clases altas, tuvo lugar un momento histórico
en la lucha de clases. La izquierda de diferentes estados reclamaba una salida
progresista a la crisis, mientras la derecha buscaba aprovechar la crisis para
instaurar medidas que permitieran recuperar las cuotas de poder económico
perdidas.
De la izquierda salieron propuestas
como los fondos de inversión del Plan Meidner en Suecia, los cuales tenían el objetivo de convertir los beneficios empresariales
en acciones para los trabajadores. En la práctica se trataba de un proyecto de
socialización de todas las empresas a medio plazo, pues las mismas debían
emitir acciones cada año a favor de estos fondos de inversión. De la derecha,
además de una fuerte resistencia a este tipo de propuestas, salió toda una
ideología: el neoliberalismo.
La pugna entre la izquierda y la
derecha entonces fue crucial para comprender nuestra situación actual. La
deriva de la economía mundial se explica en gran parte por las reformas
emprendidas a partir de entonces por los gobiernos de inspiración neoliberal;
aquellos gobiernos que apoyaron las clases altas y las grandes empresas. La
izquierda salió absolutamente trasquilada de aquella derrota –y en algunas
partes como en Chile fue directamente asesinada-, y la situación se agravó con
la definitiva caída del muro de Berlín; se creía entrar en un “mundo nuevo” en
el cual el capitalismo era el único sistema posible y el neoliberalismo se
imponía como la única ideología consistente con la realidad.
Como en aquella crisis, la actual
tiene por su gravedad la posibilidad de convertirse en un punto de inflexión en
la senda. Pero también en una vuelta de tuerca más. Y la dirección en la que
siga la sociedad dependerá plenamente de eso que algunos aún llamamos la lucha
de clases. Pero dada la inercia de las últimas décadas, con una gran parte de
la izquierda dormida o vendida, era obvio que el primer paso lo iba a dar la
derecha.
La resolución de la crisis está
teniendo un marcado carácter neoliberal. Salvar bancos con el dinero público es
algo plenamente coherente con la ideología neoliberal: la utilización del Estado
para salvaguardar los privilegios y riqueza de unos pocos a expensas del resto
de la sociedad. Y las medidas venideras buscarán agudizar la precaria situación
de los trabajadores y reforzar la posición de los grandes empresarios y los
propietarios de capital. La sumisión a los mercados financieros y la lógica
cortoplacista será sin duda el quid de la cuestión; y en aras de una supuesta
mayor eficiencia se aplastarán los derechos laborales, económicos y
democráticos de la inmensa mayoría de la población.
Volverán los planes de ajustes, esta
vez para la vieja Europa, y un ejército de creyentes y mercenarios tratarán de
convencer a la sociedad para que acepte lo más calladamente posible un mayor
grado de regresión social. Nada nuevo bajo el sol. Ya está pasando
en Grecia, y sin duda pronto ocurrirá aquí en España.
Vivimos bajo un sistema paradójico
llamado capitalismo. Nos proporciona la emancipación individual e inmensas
capacidades técnicas que no dejan de asombrarnos. Y a pesar de que eso sería
suficiente para permitir una vida larga y sin privaciones materiales, cada día
que pasa la situación real de la inmensa mayoría no hace sino empeorar. Menores
sueldos, horarios laborales más largos, prolongación de la vida laboral, mayor
inestabilidad en el trabajo y menor capacidad de decisión de nuestro destino
como resultado de una falta de democracia económica. En cambio, una parte
minoritaria de la sociedad disfruta de los efectos contrarios: mayores rentas,
mayor poder y mayor acceso a servicios, entre otros.
Por eso, porque la sociedad tiene
derecho a erigirse en dueña de su propio destino sin necesidad de ser guiada
por los voceros de las clases altas y porque tiene derecho a proponer y probar
alternativas socialmente deseables y económicamente válidas, la izquierda tiene
que salir a la calle a defenderse. Y, no cabe duda, lo tiene que hacer con la
mayor contundencia posible.
La huelga general tiene una función
más allá de toda duda: es una demostración de fuerza. Es el instrumento más
poderoso que tienen los trabajadores para hacerse escuchar. Detener un país es
demostrar que no se puede hacer cualquier cosa con sus ciudadanos; que hay que
escuchar sus reivindicaciones. Es el primer Paso Para cambiar las tornas.
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